Aprender: La máscara de carnaval


Cuando Marta se enfadaba parecía que había estallado la guerra mundial en casa. Los esfuerzos de sus padres eran totalmente inútiles ante el torbellino de gritos y más gritos que Marta emitía descontroladamente. Esto solía coincidir con los momentos en que sus padres le impedían realizar alguna actividad o hacer algo que a ella le apetecía. Marta pensaba que si armaba mucho jaleo y agotaba la paciencia de sus padres, sería capaz de salirse con la suya y conseguir aquello que quería. 
La semana antes de la fiesta de carnaval del colegio, Marta decidió que no quería el disfraz que ya le habían comprado sus padres. Había hablado con una amiga suya y ésta le comentó que se iba a disfrazar con una máscara que le habían traído sus padres de un viaje que habían hecho a Venecia. Y quería una igual. Como siempre, sus padres intentaron calmarla y hablar con ella para que entendiera que no podían estar comprando todo lo que se le antojara, pero sus esfuerzos no sirvieron para nada. Finalmente, Marta acabo pensando en su dormitorio. Sin disfraz y con un gran disgusto encima, se quedo dormida con la convicción de que sus padres no eran justos.
Al día siguiente al llegar al colegio, como siempre, Marta cambiaba su actitud. Le daba mucha vergüenza que sus amigos supieran de sus rabietas y malhumor.  Por eso, su amiga que se dio cuenta de lo mucho que le había gustado la máscara veneciana, trajo otra máscara más que sus padres le habían regalado. – ¡Mira lo que te he traído, Marta!
Cuando sus padres fueron a recogerla, Marta guardó silencio. Pero al llegar a casa sacó de su mochila la máscara y se la mostró a sus padres. – Mira mamá, mi amiga me ha prestado una máscara.
Su madre, que aún estaba muy disgustada por el berrinche del día anterior, prefirió no contestar. Se limitó a esbozar una media sonrisa y a preguntarle qué quería de merienda. Pero Marta no se dio cuenta de lo triste que estaba su madre.
Y así transcurrió la tarde, la cena y, al fin, llegó la hora de ir a dormir.
Nada más entrar en la habitación, Marta se quitó el pijama y se puso el disfraz y la máscara que le habían prestado. ¡Era perfecta! La máscara encajaba a la perfección en el rostro de Marta y combinaba genial con el vestido medieval que sus padres le habían comprado. Con tanta emoción, Marta se quedó dormida con la máscara puesta.
Al día siguiente, la máscara se había quedado pegada a su cara y no podía quitársela. Sin embargo, nadie se dio cuenta de que la llevaba puesta.
La niña corrió al dormitorio de sus padres para pedirles que le ayudaran a quitársela.
– ¿Qué dices Marta? ¡No llevas nada puesto! Venga, empieza a vestirte y quita esa cara de enfado, que es muy temprano para empezar con tus berrinches – dijo tajantemente su padre.
Entonces, Marta corrió al baño y se miró al espejo y allí estaba la máscara, en su rostro, -¿cómo es posible que mis padres no lo vean?
Marta se asusto, pues aquella careta había cambiado de forma y ahora mostraba una de sus peores caras. Se había convertido en fiel reflejo de los enfados y pataletas que tenía en casa.
Bajó a desayunar y pudo comprobar que su madre tampoco veía ese maldito antifaz incrustado en su rostro.
– Marta, ¿Qué pasa ahora?, ¿por qué tienes esa cara de mal humor? Desayuna que nos vamos al cole – dijo su madre.
Subió al coche. Cuando llegaron a la puerta de la escuela, su madre le dijo – Marta, no sé porque tienes esa cara de enfadada, ya hablaremos esta tarde.
Ahora sí que estaba preocupada, ¿cómo iba a entrar a su clase con esa cara? ¡Todo el mundo se daría cuenta de su mal humor y dejarían de ser sus amigos!
Cuando entró, su mejor amiga se acercó y le preguntó – ¿Por qué tienes cara de enfadada? -¡Déjame en paz! – contestó Marta.
Ahora la máscara se había adueñado también de su voz y comenzó a soltar una serie de berridos e insultos hacia sus amigas, algo que jamás habría hecho de no ser por el poder que aquel antifaz ejercía sobre ella.
Salió de clase y entró en el baño. Allí se miró al espejo y fue consciente de lo que sus padres veían cada vez que ella se enfadaba injustificadamente. Comprobó el dolor que ejercían sus palabras en esos momentos de rabieta, pues sus amigas se habían quedado llorando al no entender los insultos que acababan de recibir.
Marta se enfrentó a sí misma. Pudo ver la peor de sus caras, la peor de sus actitudes y comprendió que sus padres debían pasarlo muy mal cada vez que ella decidía entrar en cólera para conseguir algo.
Estuvo mucho tiempo llorando encerrada en el baño, hasta que de repente la máscara se desprendió de su rostro. Marta la recogió entre sollozos y se levantó.
Fue directa al patio y allí estaban sus amigas, esperándola. Antes de que pudieran decir nada, Marta les pidió disculpas y les prometió que nunca más las iba a tratar así de mal. Pronto, todas se abrazaron y la perdonaron.
Ahora que Marta sabía lo mal que se debían sentir sus padres, debía hacer algo para disculparse. Cuando la recogieron del colegio estuvo muy amable, sin quejarse por la merienda o por tener que hacer las tareas. Sencillamente, merendó y terminó pronto sus deberes. Ayudó a su madre a preparar la cena, lo cual le pareció la mar de divertido. Pusieron la mesa y cenaron los tres juntos, mientras papá contaba una divertida anécdota que le había ocurrido en el trabajo.
Por primera vez, Marta fue capaz de disfrutar de lo que ocurría a su alrededor. Se fundió en los cariños y la compañía de su madre y se dio cuenta de lo gracioso que era su padre cuando se le escuchaba.
Lo que sucedió es que dejó de lado sus enfados para hacer hueco a los buenos momentos. Dejó de quejarse para evadir sus responsabilidades y comprendió que sus enfados le hacían infeliz y le robaban horas y horas de diversión y felicidad junto a su familia.
Y así fue como la protagonista de nuestra historia se quitó la máscara y aprendió a disfrutar de un precioso día de carnaval.

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